Cuando Jean-Christophe Maillot, director de Les Ballets de Monte-Carlo, creó La Belle, quiso alejarse de las versiones edulcoradas que habían llegado hasta nosotros de La Bella Durmiente del Bosque, y lo que consiguió fue que los adultos descubrieran la magia dramática del cuento de Perrot.
Reescrita por los Hermanos Grimm y llevada al escenario en 1890 con una majestuosa e inmejorable versión del compositor Piotr I. Tchaikovsky y el coreógrafo Marius Petipa en San Petersburgo, La Bella Durmiente se había convertido en un cuento de hadas que destacaba la primera parte de la historia y la hacía terminar con un clásico final feliz -el despertar de la Princesa y la boda de los herederos del Reino- que los coreógrafos aprovecharon para culminar con escenas de apoteosis acrobática en una auténtica exhibición de los mejores y más elegantes bailarines de los que las compañías dispusieran. La narración de Perraut, sin embargo, como también la versión posterior de los Grimm, cuenta con una segunda parte que aúna el drama, la traición, la calumnia y la venganza… para volver a terminar con la victoria del bien sobre el mal, tras un sórdido recorrido por las más complejas emociones humanas.
Maillot, para completar la historia primitiva, y encontrando incompleta la original partitura que Tchaikovsky había creado para la versión de Petipa, añadió algunas escenas del ballet Romeo y Julieta y se recreó en los personajes principales, que actúan sin censuras, sin sufrir filtros estéticos ni morales. Se trata, así pues, de un ballet que se aleja muchísimo de la visión que todos recordamos de La Bella Durmiente tradicional, y por eso el coreógrafo lo tituló La Belle. La Belle es ella, única protagonista de una historia que nunca parece terminar de dirigir… ¿o no? Otros personajes, ricos en matices, la rodean. El ballet La Belle es una obra coral en la que tanto los solistas como el conjunto tienen la obligación de conducir la historia real, humana que allí se cuenta.
Galardonada con el Premio Nijinsky 2001 como la mejor coreografía del año, este ballet se ha convertido desde entonces en buque insignia de Les Ballets de Monte-Carlo, una compañía refundada en 1985 con la intención de devolver a la danza el protagonismo que había tenido en el Principado de Mónaco décadas atrás, y que Maillot ha sabido dotar de un sello estilístico inconfundible.
Su presencia en Barcelona, como parte de las actuaciones de danza que con patrocinio de la Fundación Loewe han tenido lugar en el Gran Teatre del Liceu, era muy esperada. Con prestigio internacional, los bailarines de Les Ballets de Monte-Carlo son el mejor instrumento de que su director y coreógrafo principal se sirve para mostrar, sobre la escena, el brillo y la excelencia de su compañía.